De los nacederos al ojo de agua
Al sur de municipio de Uspantán y del departamento de El Quiché, se encuentra el cantón Chitac. La brecha que llega hasta el corazón de este pequeño caserío es practicable para conductores experimentados en todoterrenos o moto. Después de 45 minutos se llega a una gran olla rodeada de altas montañas. Me cuentan que una parte de la aldea se encuentra en el departamento de Salamá, en el municipio de Cubulco. Por todas partes se encuentran nacimientos de agua, abundantes tras un invierno lluvioso, que ha roto la tendencia seca de los últimos años. Al lado del camino se ve la tubería que debería llevar agua a los cantones del valle, pero que está reventada por errores de cálculo de presiones. Mientras en muchas casas los grifos están secos, aquí hay que echar mano de las botas de hule para cualquier paseo.
El profe Juan arriesga la vida cada día para dar clase a los 12 alumnos de Primaria; hay otros tantos de menos de 6 años que disfrutan de sus abuelos. La única ventana de la escuela es la puerta y el piso que fue de cemento presenta ahora tantos socavones como la carretera. A pesar de todo ello, los alumnos no dudan en pegar con todas sus fuerzas al balón en un campo de fútbol un tanto desnivelado.
La comunidad ha de renovar la directiva de Acción Católica y dedica un tiempo a repartir los diferentes servicios; tras un tiempo de diálogo, se completa. El papel de ministro de la eucaristía se antoja el más difícil, pues exige que esté casado por la Iglesia, y en las pequeñas comunidades hay pocos con ese perfil. Acuerdan solicitar la instalación del sagrario en la sencilla capilla de tabla y piso de tierra como señal de madurez de comunidad.
Hasta este lugar tan apartado llega la basura de nuestra sociedad consumista. Dedicamos un buen rato a recoger en unos sacos la que encontramos alrededor de la brecha y en torno al campo; desde los pequeños hasta los padres colaboran. Después nos premiamos con un almuerzo.
Encamino mis pasos hasta el cantón Ojo de Agua, el único que cuenta con una población exclusivamente católica, lo cual llevan a mucha honra. Después de la celebración de la primera misa de fray Abel la semana pasada, están exultantes. Como en anteriores ocasiones, tras instalarme con una familia, organizamos el tiempo y las actividades. Sin perder tiempo empiezo las visitas a los viejitos. Suelen ser viudas, a veces solas y otras rodeadas por las casas de sus hijos varones. Después de un saludo afectuoso, son 20 años desde que vine por primera vez, hay tiempo para repasar los acontecimientos familiares. En medio de situaciones difíciles, de enfermedad y pobreza, se palpa un profundo sentimiento de fe. Ante el altar instalado en el cuarto rezamos juntos de rodillas al Buen Padre que está presente en sus hijos más sencillos; la invocación a la Virgen de Guadalupe no puede faltar.
La organización de las comunidades más numerosas tampoco es fácil: los varones marchan habitualmente a la costa entre 4 y 6 meses durante el verano, además de los que están en Estados Unidos. Vemos cómo atender las distintas necesidades, especialmente al grupo de jóvenes. Los documentos de Aparecida son un buen recurso para trabajar; hacemos una presentación de las conclusiones y dejamos un tiempo para dialogar en pequeños grupos. La puesta en común es interesante y aunque al principio cuesta, al final nos animamos a participar.
Aunque el cantón lleve en su denominación agua, todavía está pendiente de llegar a las casas de una manera formal. Tras varios proyectos frustrados, cada familia se busca las mañas para llevar una manguera con tan precioso líquido. También el salón está a medias y dos maestros se tienen que hacer cargo de 60 niños, pues la profesora de baja maternal no tiene sustituta; parece que se han aliado diferentes intereses que hacen que el progreso tan necesario se retrase y deje como única alternativa la emigración. A pesar de todo, la sonrisa nunca falta y el caldo de gallina está dispuesto para “el hermano” que les visita.
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